Manolo García: «Mi medio de transporte favorito es el burro»

De Cádiz a Zaragoza pasando por Grecia y Estados Unidos, estos son los destinos que han dejado una impronta en el cantante barcelonés, con el que hablamos de viajes y de su forma de entender la vida.

«Qué pena no ser ave de paso, ni derrota de carta marina… Qué dulce ser trapo blanco henchido al viento del velero que alegre se encabrita…», canta Manolo García. Barcelonés de barrio, se mueve al ritmo manso de las gentes del sur, entre pueblos solitarios, recuerdos con olor a esparto, estudios de música y escenarios.

El último álbum de Manolo García (Barcelona, 1955) es Geometría del rayo y lo ha grabado en Nueva York…… Pero no lo he grabado en la ciudad de Nueva York, sino en la zona de Woodstock, en el norte, hacia Canadá. A mí la Gran Manzana me da igual, no me interesa nada. Bueno, solo el arte. El arte es lo único que me interesa de las ciudades. Y cierta arquitectura, pero tampoco mucha, porque me resulta prepotente y desmesurada, con esas torres, esos viaductos, las carreteras, el puente de San Francisco… Tenemos un planeta majestuoso y estamos jodiendo la marrana con nuestra basura y nuestro consumo desaforado, para luego lanzar naves en busca de otros mundos habitables. Parece todo un poco esperpéntico, la verdad.

¿Cómo son los mundos que le gusta habitar?

Simples, sencillos, pacíficos. Lugares poco poblados, poco transitados, con cuatro bosques, cuatro montañas… Hace nada fui a Bilbao para dar el último concierto de mi gira e inaugurar una exposición de pintura, y en un ratico que tuve me escapé a una aldea del monte. Estuve tomando un vasito de vino, sentado al sol, hablando tan ricamente con un señor de allí, feliz, sin hacer nada. Vamos, lo que sería un coñazo desde el punto de vista turístico.

¿Y cómo lleva lo de vivir en una ciudad tan movida como Barcelona?

Bueno, se mueve ella, yo no. Pinto cuadros, compongo canciones, me tomo un cortado descafeinado, voy al cine… Hay unos cines maravillosos, los cines Verdi, con una programación estupenda, películas europeas de autor, poesía pura. Es para darles un premio, porque están aguantando como campeones y dan felicidad a muchísima gente. Y al lado hay unos bares donde te ponen unos tés magníficos.

Debió de estar muy a gusto cuando grabó ‘Salgamos a la lluvia’ en una islita tan tranquila como la de Mochlos, en Grecia…

Ese sitio es fabuloso. Fue una experiencia muy bonita, por lo apaciguada y relajada. Había dos únicas tabernas donde se comía de maravilla. Procuran autoabastecerse de lo que tienen cerca: el queso de la ensalada era del rebaño de cabras que estaba pastando al lado; los huevos, del gallinero… No había estado nunca en Grecia y me encantó. Además, me chocó mucho cuánto se parece, de lejos, la melodía del griego y del español, y la cantidad de palabras que tenemos en común; algo normal, claro, porque colonizaron toda la cuenca mediterránea hace miles de años. Pero me gustó oír cómo pronunciaban ellos esas palabras.

Díganos canciones con las que hacerse kilómetros y kilómetros por la carretera.

La música de los 70 es infalible, no falla, y en concreto, el rock sureño: Lynyrd Skynyrd, Charlie Daniels Band… la lista sería interminable.

¿Y cuál es su medio de transporte favorito?

El burro.

¡¿El burro?!

No lo digo en broma. El burro va más o menos a la velocidad de una persona a pie, lentamente, con tranquilidad, paciencia…

¿Cuál fue su primer Gran Viaje en mayúsculas?

Cuando empecé a tocar con el grupo del barrio y nos salió un bolo a Zaragoza. ¡Ostras, no teníamos ni idea de donde estaba Zaragoza, más que por los mapas del colegio! Lo siguiente fue descubrir el norte, cuando hice la mili en Gijón. La carretera hacia el Puerto de Pajares era alucinante, y las vistas de los Picos de Europa… Tenía que parar cada dos minutos a contemplar el paisaje con la boca abierta. Quedé enamorado.

A Cádiz le dedicó una canción, ‘Serena barca’.

Cádiz me hace soñar. Las gentes del sur tienen un aire más reposado, parece que corren menos, y eso me gusta. Tienen un punto más hedonista, de sesteo, sin esa fijación por producir, producir, producir a todas horas. Además, yo siempre he sido de los de Cartago, ¡a los romanos que les den! No a los de ahora, pobrecitos, sino a los del Imperio, que lo homogeneizaron y asfaltaron todo. Los cartagineses eran otro rollo: Amílcar Barca, un fiera; Aníbal, un campeón mundial, Alejandro Magno, cojonudo. Cultivaban el esparto, que yo he conocido como un modo de vida en la zona de Albacete hasta hace cinco minutos; yo lo he visto, sé cómo huele el esparto mojado, recuerdo a mi padre trenzando cuerdas para fabricar un serón… ¡Joder, molan los cartagineses!

¿Es verdad que en el equipaje lleva más libros que ropa?

Pues casi. Quizá para un fin de semana me llevo tres mudas y cinco libros, aunque luego solo lea un capítulo. Pero siempre pienso: jolines, ¿y si llega un apocalypse now mientras voy en el tren o por la autopista? Pues de puta madre: tengo libros para leer, qué bien.

Recomiéndenos un libro para viajar.

‘En la frontera’, de Cormac McCarthy.

¿Le gusta traerse algún tipo de ‘souvenir’ de sus viajes?

Cosas muy sencillas: una piedra, una pluma, una ensaimada de Mallorca… Me llevé un trocico de madera del estudio donde Michael Jackson grabó Thriller, y mira que yo no soy mitómano, pero no pude resistir la tentación.

Ya va por su séptimo disco en solitario. A la hora de viajar, ¿también prefiere ir solo?

Soy un viajero solitario, me gusta la soledad, la meditación, el silencio.

¿Y si tuviera que elegir a un compañero de travesía?

Elegiría viajar con Gandhi como discípulo, por ejemplo.

Fuente: El Mundo – ENLACE