EL SEXTO DISCO EN SOLITARIO DE MANOLO GARCÍA, ‘TODO ES AHORA’, PARECE OBSESIONADO CON EL PRESENTE

Desde el título, Todo es ahora, el sexto disco en solitario de Manolo García parece obsesionado con el presente. Sin embargo, casi todas sus respuestas remiten al pasado. “El paso del tiempo es algo que me perturba. No me gusta nada. Lo combato metiéndome en embolados que me apasionen para estar en una nube. Hacer un disco cumple esa función, durante un tiempo no hay nada más. Estás flipado”.

Esas ganas de hacer de cada momento algo único explican porqué decidió grabarlo en Rhinebeck, al norte de Nueva York, cerca de Woodstock. Hace 18 años que fabrica un álbum de estudio casi exactamente cada tres y lo ha hecho en Grecia, Brasil o California. Siempre con músicos locales. En este caso, instrumentistas estadounidenses que han trabajado con David Bowie, John Lennon o Bruce Springsteen. “Son muy profesionales. Aquí si alguien hace mal su trabajo, te aguantas. Piensas: ‘¿Cómo le voy a echar? Joder, tiene tres hijos’. Allí esas cosas no se entienden”.

Son las once de la mañana y Manolo García, 59 años, barcelonés de Poblenou acaba de llegar a la sede de Sony en Madrid directamente desde el AVE. Está alucinando con el cuarto asignado para la entrevista en las coloridas nuevas oficinas de la discográfica. La habitación Bob Dylan tiene dos caros sillones de cuero envejecido, una chimenea falsa y las paredes decoradas con fotos del bardo. Todo bastante más serio que el Elvis Presley, que imita a un diner estadounidense.

“Entre los músicos del disco estaba Sara Lee, una bajista alucinante que ha tocado con Robert Fripp o B 52’s. Me contó que una vez hizo una prueba para Dylan, pero no la cogió porque no sabía de memoria la línea de bajo de Blowing in the wind”.

Es un disco con pretensiones rockeras. En algunas canciones hay hasta tres guitarras eléctricas. “El rock está en mi ADN”, asegura, y se remonta a la primera vez que escuchó a Led Zeppelin, con 13 años, en una tienda de discos de Barcelona. “Aquello me puso la cabeza del revés”, explica antes de ponerse a tararear durante un minuto largo. Primero reproduciendo un riff de guitarra, después de bajo y finalmente de batería. Desde el pasillo, su mánager mira la escena aterrada, viendo cómo entre el retraso del AVE, y las largas respuestas del que fuera cantante de El Último de la Fila se esfuma cualquier posibilidad de cumplir con el horario previsto.

El Último de la Fila fue un grupo de tremendo éxito que se disolvió, entre otras cosas, porque su contraparte, el guitarrista Quimi Portet, apostaba por cantar en catalán, y él, hijo de obreros de Albacete, y de los primeros cantantes que trajo al pop de los ochenta un deje aflamencado, no se veía cantando en ese idioma. “El idioma, o el sentimiento de pertenencia, es algo íntimo de cada uno. Y es lícito. No hubiera estado mal que ese señor que está ahora al frente del Gobierno español, hubiese sido cariñoso, amable, cálido. Que hubiese ido a Barcelona a hablar. Así funcionan las cosas, lo contrario, ponerse de codos, no arregla nada”.

Él, dice, viene de otro mundo. “Cuando era pequeño, mi tío vivía en un barrio obrero del extrarradio, y desde su ventana se veía el pequeño delta del Besós. Allí acampaban gitanos nómadas, con sus carromatos y sus caballos. Hacían hogueras y cantaban por las noches. Yo les veía y pensaba ‘son libres’. Por eso quise ser músico. Porque, para mí, desde entonces, la música es sinónimo de libertad”.

Fuente: Los 60 Principales – ENLACE